lunes, 16 de julio de 2012

NyeUge...

Ya ha pasado una semana desde mi aterrizaje en tierras danesas y, lejos de llevarme la posible desilusión porque hubiese idealizado el paisa(na)je, cada día me enamora más este sitio poblado por seres cuya cabellera abarca todas las tonalidades imaginables del rubio, educados a más no poder y confiados hasta extremos insospechados. Un lugar en el que llueve a diario aunque sea un poquito, para mantener sus lagos en perfecta forma y sus bosques inmaculados. Un país en el que nadie se plantea defraudar al Estado porque entienden la vida como un contrato, en el que los ciudadanos solo se consideran habilitados para reclamar sus derechos una vez han cumplido con su deber. Un cacho de tierra en el que la sanidad se mantiene exactamente igual que antes de que estallara la crisis: gratuita y universal; en el que la educación es gratuita incluso en la universidad; en el que el Estado aporta una ayuda nada desdeñable a las familias por cada hijo. 
Unos ciudadanos detallistas, silenciosos, pacientes, que conocen y valoran su entorno, saben quién diseñó la silla sobre la que se sientan y pueden hablar horas sobre ello, procuran que su casa sea acogedora para ellos y para quienes les visiten. Una sociedad que cree en la igualdad y en la conciliación. Y sí, pagan entre un 45% y un 65% de su salario en impuestos, pero lo consideran el inevitable precio de mantener un nivel de vida envidiable.


Puede que todo sea falso y esta maravillosa fachada oculte un edificio en ruinas, oscuro, triste y lleno de escombros. Sin embargo, la imagen que proyectan al mundo hace creer que este país es seguro, al contrario que la piel de toro en la que me dio por nacer, en la que cualquier nacional o extranjero mínimamente avispado descubre que tras el flamenco, los toros y la paella se esconden los rajoys, cospedales, fabras, toxos, méndeces, zapateros, rubalcabas, aídos y pajines con una nueva sorpresa cada día.


Así, no puedo evitar que el verde de la envidia llene mis palabras.


Danmark leve!

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